LAS ‘ALMANEGRAS’: LAS POETAS DEL PACÍFICO
Cultura 10/07/2014 – 04:39 PM La poeta Águeda Pizarro lo recuerda con nitidez: la mujer se llamaba Encarnación García y debía rondar los 60 años. Llegó vestida de verde, descalza y acaso si sabía firmar. Venía desde la vereda Limones, de Zarzal. Tímida, se asomó al Museo Rayo y sin rodeos lanzó la duda que le revoloteaba por dentro: ¿podía una campesina que no sabía leer ni escribir participar en el Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo? Es que la señora Encarnación no tenía sus versos, sus poemas, más de 800, en papel. Los portaba en la memoria. Ese año no participó, pero al siguiente regresó. Y así cada vez, hasta hoy. Ya Ediciones Embalaje —sello que nació en el propio festival— ha hecho la tarea de arrebatarles sus poemas a la oralidad y convertirlos en libros. Van dos. Y su historia ha resultado tan excepcional, tan de no creer, que académicos de la Universidad del Valle se interesaron en analizar su obra. Encarnación, pues, se volvió célebre. Lo entiende Lucrecia Panchano, docente y poeta de Guapi, Cauca, que un día —como Encarnación— llegó hasta Roldanillo con sus versos bajo el brazo. “Es que al encuentro no solo asisten las poetas consagradas. Toda aquella que sienta que tiene un verso para compartir, encuentra allá su espacio”. La guapireña es una de las ‘Almanegras’, nombre con el que Águeda Pizarro bautizó a las poetas afrocolombianas más representativas de nuestras letras. Son cuatro y a todas, además de un amor sanguíneo por la poesía, las une el oficio de la docencia: Lucrecia Panchano, Elcina Valencia, Mary Grueso y María Teresa Ramírez. Lo de ‘Almanegras’ fue la manera de ponerlas al nivel de las ‘Almadres’ —grupo inolvidable comandado por dos desaparecidas poetas, la barranquillera Meira del Mar y la huilense Matilde Espinoza—. Se lo merecían: “Debido a la excelencia lograda en su poesía”, como dice Guiomar Cuesta, que ha publicado dos antologías de poesía de mujeres afrocolombianas. Para Águeda, la presencia de la mujer negra en el Encuentro de Roldanillo es la certeza de dos cosas: “La fuerza incontenible de su poesía y la falta de comprensión de su alcance e importancia”. Porque la consolidación misma del encuentro no fue fácil. En sus inicios, por allá en el año 1985, quienes se reunían eran apenas siete poetas. El maestro Omar Rayo no dudó en abrir las puertas de su museo para acogerlas, bajo el liderazgo y complicidad amorosa de Águeda, su esposa. Lo hizo aunque llovían burlas y críticas. Decían que el maestro estaba loco. ¿Mujeres poetas reunidas? ¿En Colombia? “Como ha pasado en otros espacios, la literatura colombiana ha sido tremendamente desigual con la mujer, “Ha habido mucho ‘ninguneo’. Aún hoy me preguntan cuándo voy a fundar un encuentro de poetas para hombres. Y yo pregunto, ¿acaso todos los demás encuentros que se hacen en el país no son de hombres, con una que otra mujer invitada? Así estaban las cosas, cuando a finales de los 90 Águeda, empeñada en derribar nuevos muros, les dio la bienvenida a las ‘Almanegras’. Fue como empezar a saldar una deuda con la literatura afro en Colombia. Rica como la selva, pero tremendamente ignorada y limitada a algunos nombres —masculinos, claro— como Candelario Obeso y Jorge Artel. ¿Y las mujeres? ¿Qué sabíamos de todos esos versos que se entregaban al viento, al pie de un fogón, mientras hervía un atollado de piangua o mientras se lavaban las ropas en el río? Águeda y el maestro Rayo lo entendieron a tiempo, porque como ella misma explica: “La poesía es la expresión de la música verbal de los pueblos; su origen es oral y la versificación que luego emplearon los poetas cultos surgió del habla de campesinos y pescadores, de los cantores y trovadores de cada país. Creo, así como mi padre, Miguel Pizarro —poeta andaluz de la Generación del 27— que la poesía nace en la memoria colectiva y que las lenguas se diversifican a través de procesos poéticos ”. Por eso, cada vez que Lucrecia, Elcina, Mary y María Teresa recitan sus versos deben ‘subirse’ de nuevo, como ocurría siglos atrás, a la tarima del mercado de esclavos. Hacen historia. Porque su poesía está cargada de pasado —de un pasado injusto, sobra decir—: “Yo vengo de una raza que tiene una historia pa’ contá / que rompiendo las cadenas / alcanzó la libertá”, como bien escribió Mary Grueso. Cargada también de costumbres ancestrales y de acentos, como la propia Mary ha cantado: “Con mi champa y mi canalete, empiezo a canaletiá. / Y es por esa negra que la pena me va a acabá, / y como mi atarraya y empiezo a atarrayá”. Cargada del dolor de la exclusión de la gente de su raza. De la cotidiniadad de las ciudades en las que muchos cambian de acera cuando se encuentran de frente con un negro, como lo describe con dolor Elcina: “No te asustes carterita/ porque escondes mi tesoro./ El hombre que va a tu lado es tu amigo, no te asustes/. Es libre de andar la calle, / la piel no tiene color, no tiene maldad”. “Creo, piensa Lucrecia, que es un discurso obsoleto que nos trajeron y nos esclavizaron. Nuestra poesía rompe definitivamente esas cadenas porque son solo mentales. Nuestros versos ahora celebran el presente sin olvidar las lecciones del pasado”.
La hija de Changó
En 2012, María Teresa Ramírez editó un libro que sorprendió al mundo de la poesía en Colombia: eran páginas y páginas de versos escritos en lengua palenque y en castellano. Se llama ‘Mabungú triunfo’ y es el resultado de su terquedad. Años atrás se había propuesto aprender la lengua palenquera. Y viajó hasta esa población que se recuesta en las estribaciones de los Montes de María, en Bolívar, para que sus propios habitantes le enseñaran. Pero de nada sirvió. “Solo entre ellos hablaban su lengua, para comunicarse con gente de otras partes, usan el español”, cuenta. Con el deseo intacto se quedó hasta que una docente le regaló un diccionario de palabras palenques. “Lo abrí y la primera que apareció fue ‘abalenga’, que traduce noche hermosa. Yo me había trazado un camino con la palabra y entonces lo seguí. Mi meta era llegar a África y, como se sabe, el único pueblo de Colombia que conserva sus raíces africanas es Palenque”. Ahora está metida de cabeza y corazón en sacar adelante otro libro, ‘Palakies africanos’, para el que ha estudiado con dedicación la lengua yoruba y toda esa cosmogonía que encierra la santería. “Creo que aún es un tema incomprendido, porque se asume que santería es hechicería. En mis poemas planteo eso y toda esa riqueza yoruba que es otra huella permanente de África en este continente”. Sería el quinto libro de esta hija de Corinto, Cauca, de 75 años, que desde niña se trasladó con su familia para Buenaventura y que como todas las ‘Almanegras’ se ha ganado la vida en la docencia en El Puerto y en los municipios de Silvia, Santander de Quilichao y Palmira. Licenciada en historia y filosofía de la Universidad del Valle, en 1988 se vinculó al Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo. A partir de entonces, no solo comenzó a recopilar su producción literaria —de la que hacen parte también ‘La noche de mi piel’, ‘Abalenga’ y ‘Flor de Palenque’— sino que comienza a estudiar el universo de la literatura afrodescendiente. Su poesía, claro, es un canto permanente a su raza, a sus raíces africanas: “¿Dónde me trajiste extranjero? / Dolor, muerte, separación, / llanto a gritos desde el alma. / ¿África te vas? / Adiós tierra mía/ ¡Adiós, ya me voy!/ Adiós, tierra mía. / ¡Adiós, ya me voy!
Entonces ¡África grita!
Siendo apenas una niñita de 13 años, la guapireña Lucrecia Panchano se marchó de su pueblo para alfabetizar a los indígenas embera. La escogieron porque no era ni negra ni blanca, según cuenta en medio de sonrisas. Bien lo declara en uno de sus poemas: “Yo soy zamba, hija de negro y de india”. Con los años, claro, como lo son “todas las mujeres de Guapi”, acabaría convertida en maestra rural. Criada por su abuela materna y cobijada en el regazo poético de las historias que le contaban de su tía abuela Luz Panchano, analfabeta de gran aliento lírico, Lucrecia fue descubriendo su capacidad para improvisar líneas rimadas al pie del río de su pueblo. También con las lecciones de maestros como Elcías Martán Góngora “de quien aprendí el poder que tiene la palabra sin importar el idioma en que se diga. Es que Guapi tiene un no se qué que uno no sabe explicar, porque está lleno de poetas, la poesía brota silvestre”. Hoy, dueña de una vitalidad arrolladora, cuesta creer que camina por la vida con casi 80 años a cuestas, una obra poética de siete libros y unos 300 poemas que recita de memoria sin dificultad. Aún así, prefiere que no la llamen poeta sino artesana de la palabra. Lo ha constatado Águeda Pizarro desde que la vio por primera vez en Roldanillo. Cree que la poesía de Lucrecia “Es inseparable de su vida y su vida es inseparable de su negritud y de la expresión viva de su pueblo. Ha estado entregada por años a la expresión auténtica del verbo negro”. Y es fácil tropezar con ese sentimiento en sus libros: En tu fisionomía, pelo y piel, África grita / (…) África grita en las mil voces del ancestro./ Como fuerza telúrica estremece nuestro ser. / Grita todo lo suyo, / que también es lo nuestro / en todos nuestros actos y en nuestro quehacer. Estuvo con ella durante los más de 30 años que trabajó en la Sociedad Portuaria de Buenaventura, de donde se jubiló, y donde ejerció la tarea de comunicar a los buques y barcos que quebraban a diario las aguas oscuras y altaneras del Pacífico. Fue otra manera de hacerse dueña de la palabra, de expresar, de cantar. Alguna vez, recuerda, “Me preguntaron por qué siempre la poesía de la gente del Pacífico hablaba del mar. Ella, obvio, lo respondió con versos: “…para querer el mar en tempestad o en calma / para adueñarlo de mis pensamientos,/ para no encasillarno en ningún sexo / y poderlo llamar como él o ella / decía el mar o la mar con embeleso / y, como él, ennoviarlo con hermosa estrella / y como ella aparearlo con un lindo lucero
Palmeras, versos y manglar
De niña ya componía canciones y las entonaba frente a sus amigos y vecinos de Puerto Merizalde, la vereda del Pacífico, pegadita a Buenaventura y el río Naya, donde nació. Porque María Elcina Valencia no solo es poeta sino cantautora. Y además bailarina folclórica. Y esa plasticidad suya, ese dominio pleno del cuerpo sobre el escenario, le mereció que todos en El Puerto la llamen con cariño ‘Palmera’. Egresada como licenciada en la Normal de Señoritas Juan Ladrilleros, al Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo llegó en 1991 y en 2007, junto a Mary Grueso y María Teresa Ramírez, Águeda Pizarro la acogió como una de sus ‘Almanegras’ y junto al maestro Omar Rayo la apoyó en la publicación de su primer libro ‘Todos somos culpables’. Para Águeda, “Elcina es una encarnación de Yemayá, una ‘sirenegra’ en su poesía cantada y escrita”. Cada vez que canta en Roldanillo, dice, “Nos envuelve en su currulao. Con su voz tiende un puente entre África y América”. Elcina fue más lejos. Llegó a Cuba, Brasil, Suiza, Costa Rica, Panamá, Grecia, Alemania, España, Francia, Italia, Austria, Bélgica e Inglaterra. Ella es otra de las poetas que reivindica la tradición oral en la cultura del Pacífico a través de sonetos, décimas, coplas y versos libres que giran siempre sobre amor, erotismo, tradiciones de su raza y de eso que ella llama los ‘distintos cautiverios’ de la mujer negra: “No quiero tener marido / porque esclava me han de ver / cuando enamoran son buenos/ después dejan de querer/ ellos buscan la mujer pa’ las cosas del amor / que los pongan en cuestión y les hagan de comer”. “Nosotras tenemos un compromiso social grande: como mujeres, docentes y afrocolombianas”, dice ella. Dice y ‘versea’. La primera vez que ocurrió de forma consciente fue para una tarea de español en clase de la maestra Elba Martínez Peña. Era 1988. Desde entonces, lleva seis libros publicados, decenas de concursos ganados, entre ellos uno de poesía erótica promovido por El País.
La muerte como inspiración
La pérdida de su esposo, Moisés Zúñiga, con quien se había casado a los 23 años y tenido dos hijos, fue un hecho providencial en la vida de Mary Grueso: en medio de ese dolor, esta guapireña comenzó a escribir versos. En su libro ‘El mar y tú’ es posible espiar esas grietas del alma: “Oigo tu nombre por todas partes/ y el olvido no acude a mí/ mi corazón sangra al oír tu nombre / implorando al cielo qué hacer sin tí”. Era 1991. Para entonces trabajaba como maestra de primaria en Buenaventura. Moisés, reconoce ahora, fue el hombre que le permitió cursar sus estudios de licenciatura en la Normal Nacional de las Hermanas de la Providencia y la dejó a las puertas de una extensa carrera de letras, no solo en poesía sino también en cuento, y con un sitio en la historia de la literatura afrocolombiana. De hecho, su legado le hizo merecedora de hacer parte de las cien mujeres más influyentes del Siglo XX en el Valle del Cauca. Si bien no se hizo poeta tempranamente, de niña ya había aprendido sobre el valor de la palabra de labios de su padre, Wilfredo Grueso, un agricultor que reunía a la familia y a sus vecinos del pueblo para contarles historias. De ese pasado feliz abrevó Mary lo que después llevaría a su poesía: la soberbia tradición del relato oral, tan cargada de historia, cultura y cotidianidad —tan vivo aún en la Costa Pacífica— y, sobre todo, la identidad afro. Con ese legado llegó en 1995 al Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo, donde Águeda Pizarro la bautizó como una de las ‘Almanegras. “Sus poemas, esculturas talladas por su mente y corazón, se pueden comparar a los tambores de África que los esclavos recrearon en América para enviarse mensajes de libertad inescrutables para los amos blancos y los negreros”, asegura la gestora del festival. Mary misma lo reconoce. Con sus versos, claro: “¿Por qué me dicen morena? / Si moreno no es color, / yo tengo una raza que es negra / y negra me hizo Dios”. De hecho ‘Negra soy’ fue la obra que la hizo merecedora del premio Ediciones Embalaje, que se entrega en encuentro en Roldanillo. Ya había publicado ‘El otro yo que sí soy yo, poemas de amor y mar’, ‘El mar y tú’, ‘Del baúl a la escuela’ y ‘La muñeca negra’, un texto de cuentos para niños ilustrado especialmente para niños afro: “Con este libro quiero que la gente nos mire, no solo que nosotros miremos a los demás”
Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de GACETA