Rosmilda Quiñones y las parteras de Asoparupa trabajan para proteger la medicina tradicional, un saber que evoca a los ancestros, la Madre Tierra y la defensa de la vida.
Era el final de la década de los 80 en Buenaventura. Rosmilda no recuerda el año con exactitud, pero sí las palabras de Flor María Gamboa o ‘La Chola’, conocida como la partera que más niños ha traído al mundo en el Pacífico. “Usted tiene perfil de partera”, le dijo. Rosmilda lo negó. Ella, modista de profesión, creía que lo suyo eran los trazos y la básica o alta costura. Además, lo poco que sabía de medicina se limitaba a los primeros auxilios. Nada parecía estar a su favor. Flor, sin embargo, le habló de un requisito más importante que el conocimiento: el trabajo con el corazón: “usted tiene el carisma y la pertenencia para trabajar con la comunidad. Eso es necesario. La partería es algo tan natural, íntimo y humano que uno se mete a la vida, al alma de esa mujer que tiene a su bebé”.
Rosmilda, o ‘Minda’, nació en Magüí Payán, un municipio escondido entre las selvas de Nariño y el río Patía. Salió muy joven del departamento hacia Valle del Cauca. Se turnaba entre Cali y Buenaventura, y se enamoró del trabajo comunitario. Luego de la insistencia de ‘La Chola’, decidió darle una oportunidad a la partería. Conversó con el médico Saulo Quiñones, quien lideró la capacitación de 20 parteras. En ese entonces, el Hospital Regional de Buenaventura sólo contaba con dos ginecólogos hombres. La sorpresa ocurrió cuando llegaron al Hospital. Las enfermeras, en palabras de Rosmilda, las miraron “como bichos raros”. Les dijeron que no las necesitaban.
En ese momento, Rosmilda recordó la confianza de ‘La Chola’ y de Saulo, y dejó a un lado su juventud e inexperiencia. Tomó la batuta: sus manos dejarían de tejer para recibir y dar vida. Empezó a trabajar por su sueño. Intercambiaba tiquetes de bus entre Cali y Buenaventura, visitaba notarías y Cámaras de Comercio, y cargaba folios llenos de cambios o anotaciones. Luego de varios viajes, firmó el acta final en Buenaventura. El 3 de mayo de 1991 registró la Asociación de Parteras Unidas del Pacífico, Asoparupa. “De ahí en adelante no hubo quién me parara —dice—. Le pedí a Dios, a nuestra Madre Tierra y a mis ancestros que me ayudaran a salir adelante”.
Asoparupa acoge a más de 250 parteras del Pacífico y resalta el valor de la tradición, la cultura afro y la medicina ancestral. Según la Asociación, atienden entre 4.500 y 5.000 partos al año en la región. “Tenemos un compromiso moral ante Dios y nuestra Madre Tierra que es servir —cuenta ‘Minda’—. Nosotros acompañamos y velamos por la vida de la madre y la nueva vida que llega”. En su caso, ha atendido tantos que no recuerda el número exacto. Trabajó en Bogotá, La Calera y Bucaramanga. La partería es un oficio sin horario, color o posición. Un paciente puede llegar sin cita previa, a la madrugada o durante el almuerzo. No importa. La prioridad es atender y cuidar ambas vidas.
Rosmilda Quiñones es una de las directoras de Asoparupa. Desde hace más de 30 años, está trabajando en la Asociación para rescatar la medicina ancestral y ayudar a su comunidad. © Archivo Semana.
Liceth Quiñones lleva en su sangre esa misma pasión que le heredó a su madre ‘Minda’. Es otra de las directoras y parteras tradicionales de Asoparupa. Sobre la partería, coincide con su mamá y añade otros valores: “La partera aporta identidad cultural y territorial en las comunidades. Simboliza y refuerza esos diálogos ancestrales en relación con el autocuidado y el cuidado mutuo del cuerpo”, dice. Incluso, comenta que su labor favorece la soberanía alimentaria y la canasta familiar, a través del cultivo y uso de las plantas medicinales.
“La partería nunca va a estar alejada de las plantas —dice Rosmilda—. Esa es nuestra medicina, nuestra ancestralidad y cultura”. ‘Minda’ cuenta que la medicina ancestral no alivia sino que cura. Va más allá de la dolencia física o de las heridas del cuerpo. Trasciende hasta el alma. Por eso, la medicina y la partería obedecen a la oralidad y la espiritualidad. Rosmilda recuerda que muchas parteras no aprendieron a leer ni a escribir, pero sí saben qué tan valiosa es la palabra. Entonces, si dan un masaje sobre el vientre, hablan; si el bebé no para de llorar, le enseñan a la madre esos arrullos que evocan a la Abuela Santa Ana y a los pececitos del río. También usan las plantas que les regala la Madre Tierra. Las toman, les piden permiso para que no se marchiten y las convierten en bebedizos o vahos para las madres y sus hijos.
Las mujeres trabajan con una gran variedad de plantas aromáticas, medicinales y alimenticias, y su uso depende de la dolencia o la etapa en la que está la paciente. Por ejemplo, en el parto utilizan la nacedera, con la que preparan un bebedizo y sacan el pasmo, y en el post-parto, la purga para expulsar cualquier riesgo ocasional o la tomaseca para reponer la energía de la madre, oxigenar su sangre y restablecer el sistema reproductivo. También hay plantas para los niños, el mal de ojo u otros padecimientos como el cáncer o los miomas.
Al igual que los sobanderos y curanderos, las parteras trabajan en esos rincones a los que el Estado no llega. “La partería es algo muy bonito y admirable —cuenta Rosmilda—, pero también es muy triste. No tenemos acompañamiento ni del Gobierno ni de la medicina occidental”. Hasta el 2017, y luego de seis años de lucha, la partería hizo parte de la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación, para preservar los saberes asociados a dicha labor en los pueblos afro. De igual manera, la Ley Estatutaria de Salud la reconoce como parte del sistema de salud nacional; no obstante, la articulación entre ambas medicinas aún está pendiente.
Asoparupa también la apuesta a la transferencia de saberes de generación en generación. Ahora, aprovecha las herramientas virtuales para capacitar a las interesadas en este oficio. © Facebook Asoparupa
El contexto suele ser otra dificultad. Rosmilda afirma que no han tenido problemas graves pero sí bastantes retos. En ciertas ocasiones, algunos solicitan su apoyo y se las llevan sin decirles cuál será su destino. Viajan a altas horas de la noche o emprenden largas caminatas, y tampoco reciben un pago. La partería se retribuye con un “que Dios se lo pague”, una minga o un trueque de pescados o arroz, pero a veces las parteras no reciben ninguna retribución económica o material.
Otro problema son las fronteras invisibles; sin embargo, el trabajo social de las parteras las ha convertido en líderes. Muchas veces, ellas acompañan a los “visitantes” en estas zonas “prohibidas”, y protegen a cualquier sujeto “foráneo”. Asimismo, en los barrios y comunas, sus casas resaltan sobre las demás. Todos las conocen como nichos: el hogar y el sitio de trabajo de estas mujeres. Son casitas de madera, algunas de cemento y otras construcciones palafíticas que llevan el nombre de su propietaria o madre: “Nicho de mamá Minda” o “Nicho de mamá Carmen”, entre otros. Allí realizan partos y curan otros males: espantos, cólicos y picaduras de culebras, comunes en las áreas rurales.
Si le preguntan por otra definición de las parteras, Liceth responde con la mediación. Las parteras son interlocutoras entre la comunidad y los agentes de salud que visitan los territorios. Su labor, aparte del cuidado, es un acto político que garantiza la vida y resistencia de los pueblos afro, de generación en generación. En consecuencia, han creado alianzas estratégicas, como la del Barco Hospital San Raffaele, que presta servicios de salud y realiza misiones médicas a lo largo del litoral Pacífico. También atienden a víctimas que, de acuerdo con la Comisión de la Verdad, son más de 1.800.000 personas afectadas por el conflicto armado interno entre 1985 y 2019.
Rosmilda y sus compañeras participan en varias sesiones de capacitación y pedagogía para enseñar y aprender sobre la partería. © Facebook Asoparupa
“Las parteras también son guardianas de la paz sostenible”, dice Liceth. Sus manos reciben y dan vida en cada parto, en cada masaje o en cada semilla que siembran debajo de la tierra. Por eso, Rosmilda y las demás integrantes de Asoparupa sueñan con construir su propia etno aldea o casa hogar. Allí estaría la nueva sede de la Asociación y un amplio jardín, ideal para cultivar las plantas que necesitan. Aún están en la búsqueda de ese lote e invitan a organizaciones locales y nacionales para sumar esfuerzos. “Velamos para que las personas sean nuestros voceros hacia el Gobierno —dice Rosmilda—. Queremos que nos protejan y acompañen, que reconozcan nuestra labor. Sabemos que es un asunto de voluntades políticas y por eso nos fortalecemos. Es la única manera para que el Gobierno sepa que existimos, que aquí estamos”.
‘Mamá Minda’ sabe que va por buen camino y está dispuesta a continuar. El reto principal es fortalecer la medicina ancestral y hacer eco de qué ocurre en esos rincones donde las parteras, los curanderos y sobanderos curan los males del cuerpo y del corazón. Además, ella y sus compañeras quieren transmitir sus conocimientos a las nuevas generaciones, con las aprendices de partería y otras mujeres de la región que están interesadas en el oficio. También planean realizar la primera cumbre mundial sobre partería, que estaba planeada para este año pero por la pandemia del coronavirus tocó programarla para el 2021.
Rosmilda riega las plantas que tiene en la terraza. Si las necesita, les habla y les pide permiso antes de cortarlas. No quiere que se marchiten ni entristezcan. Las toma con delicadeza y mira sus manos. Le reza a Dios, a la Madre Tierra y a San Ramón, patrono de las parteras, para que le concedan más años de ese trabajo que realiza con el corazón. No sabe cuándo será el próximo parto o la siguiente consulta. Espera con tranquilidad, pues sus manos están empapadas de vida desde hace más de 35 años: “La partería no va a morir. Va a seguir, porque a la cultura de un pueblo nadie la acaba. La partería es una herencia y no va a acabarse por mucho que nos ignoren. Vamos a continuar”.
POR: SEMANA RURAL