Abandonada a los 8 meses de nacida, fue rescatada por un portero del Teatro Bellas Artes Medellín. Negra, pobre y rebelde, torturada en el gobierno Turbay, encontró en la música la fuerza

Por: Iván Gallo  | Abril 07, 2019

Era 1980 y el estatuto de seguridad del entonces Julio César Turbay había desatado la Caza de Brujas. Todos los rebeldes eran sospechosos de subversión. A Teresita Gómez le iban a dar cuarenta años de cárcel. La acusaban, sin pruebas, de haber participado en un atraco a la Caja Agraria, de haber entrado armada con un combo del M-19 a Telecom en Medellín. Le hicieron 18 interrogatorios con sus respectivas torturas y no le sacaron una sola palabra porque ella no tenía nada que decir: su único pecado había sido asistir a un intercambio cultural en Cuba donde tocó con Pablo Milanés. En la histeria anticomunista del momento esto era un pecado mortal. La salvó su amiga, la abogada Luisa Henao. Solo duró 20 días en esa celda miserable en la cuarta brigada, el lugar donde todos claudicaban.

En 1982 se acabó el horror. Belisario, el último de los presidentes colombianos que realmente se interesó por la cultura, la quiso reivindicar ofreciéndole el cargo de agregada cultural en la Alemania comunista. Allá llegó con sus tres hijos, Adriana, Mirabay y Vladimir negros como ella. El embajador, al recibirla, la saludó mirándola con altivez, de arriba abajo, como si fuera una sirvienta. Ella conocía esa mirada, la había visto desde principios de los años cincuenta cuando las monjas carmelitas le negaron la entrada al colegio porque era negra. “La niña no es ninguna negra”, le decía Teresa a Valerio, uno de los porteros de Bellas Artes de Medellín que la encontró tirada frente a la puerta del teatro cuando tenía ocho días de nacida, “lo que pasó es que la niña se tomó un frasco de tinta y por eso quedó así”.

El embajador le preguntó, insolente, si sabía leer y escribir “Sí señor —le respondió mordaz— hasta tengo letra bonita”. En Alemania del Este no se amilanó. Al contrario, se hizo grande. Viajó a París y contraviniendo su cargo tocó en un cabaret. Sus hijos aplaudieron y hasta le ayudaron a recoger plata. Si el embajador se hubiera enterado la hubieran destituido de inmediato. Alguien la escuchó y empezaron las giras por Europa: Budapest, La Habana, Caracas, Río, La Haya, Viena. Todos los gustos más exigentes y en todos los teatros les hizo calentar las manos apunta de aplausos. De esos años es su disco más célebre, Teresa Gómez a Colombia, el concierto que dio en 1983 a la Casa de Nariño

Gonzalo Arango, el profeta del nadaísmo, fue tal vez el primero en darse cuenta de que la negrita iba a ser un genio. La última vez que lo vio fue en Popayán. La abrazó y juntos fueron a caminar. El poeta iba con un bastoncito y le pidió que le cantara. Ella se fue con una canción de Nino Bravo que estaba de moda. Cantó tan bonito que lo hizo llorar. Lo último que le dijo fue que se cuidara.

Cuidarse es lo que ha hecho desde siempre Teresita Gómez. Cuidarse de la Medellín medieval de los años sesenta que le gritaba en las calles puta, marihuanera, por pasársela con esos nadaístas piojosos, descalzos, degenerado. Cuidarse de dolores tempranos como la prematura muerte de su papá cuando ella era una jovencita. Don Valerio era el que se jugaba el puesto para dejarle libre el piano de cola del Bellas Artes a su hija adoptiva. A los tres años a la niña se le alargaron las manos. A los quince ya había dejado de ser católica. A los quince, después de que las monjas no la dejaron entrar al colegio por ser negra. A los quince ya sabía que afuera habían unas señoras que se ganaban la vida acostándose con hombres —darle sexo al hambriento debería ser un mandamiento— se llamaban putas y su papá la llevaba a darles medicina. Su papá le enseñó que no había que juzgar sino entender al otro.

De lo que nunca se pudo cuidar Teresita Gómez fue de la muerte de su hijo Vladimir en 1995, que murió en exttanas circunstancias. Teresita se tuvo que resignar a la razón que le dieron de su muerte: “murió en confusos hechos”. Teresita duró meses con la tentación de morirse. Una lesión en la mano la mantuvo alejada un buen tiempo del piano, su instrumento para exorcizar los demonios. Lo único que le pudo calmar el dolor fue la meditación. Ahora, lo único que le falta controlar de su cuerpo es detener los latidos de su corazón.

A los 75 años sigue siendo una maestra arrolladora, una música disciplinada y una persona que disfruta la vida ya protegida de las tormentas. Ahora prepara un nuevo disco, tal vez su mejor disco. Teresita está tranquila. Hace rato sabe que no morirá nunca.

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